sábado, 27 de diciembre de 2008

Atar al loco no al poeta

Por Paul Brito, Publicada en el Dominical de El Heraldo y en Mundo Hispano

Raúl Gómez Jattin es ese poeta colombiano que se fue volviendo loco y terminó bajo las llantas de un autobús en Cartagena de Indias el 22 de mayo de 1997. Esto de "poeta", de "loco" y de "muerte o suicidio" no sería una combinación tan sorprendente ni lamentable si no fuera porque es uno de los poetas más talentosos y logrados que ha dado Colombia en las últimas décadas.

Nació el 31 de mayo de 1945 en Cereté en el norteño departamento de Córdoba, en medio del Valle del Sinú. De ascendencia española, por parte de padre, y árabe por parte de madre, el primero ejerció en él una gran influencia cultural e intelectual, y la segunda un cargado influjo emocional y psicológico. El señor Joaquín Gómez, que así se llamaba su padre, quería verlo convertido en un gran abogado; Raúl cedió y se fue a estudiar a Bogotá, pero terminó enganchado en el teatro y, de paso, en la marihuana.
La larga tensión edípica con su madre tampoco resultó muy beneficiosa. Su profesor de teatro de esa época cuenta la vez que fue con su esposa de luna de miel a Cereté y se hospedó en la casa de la Niña Lola (como le decían a la madre de Raúl): "Mi esposa fue a entrar al cuarto a preguntarle algo a la Niña Lola y la encontró dándole el pecho a Raúl, que era ya un hombre de 25 años. Y cuando ya nos volvíamos a Bogotá, ella me dijo, Cuida a Raúl, que es un niño grande".

Cuando su padre murió a finales de 1976, Raúl comenzó a dar signos de locura. Gabriel Chadid, su medio hermano, relata así ese momento: "Mientras el viejo estuvo enfermo, Raúl permaneció muy drogado y no toleró la muerte. Pero una vez muerto, se enloqueció, se quitó la ropa, se desnudó, se había quemado, sacado los dientes, se afeitó el cabello y las cejas. Hasta entonces había sido un neurótico como nosotros. A partir de ahí se volvió sicótico".

Comenzaría un largo recorrido por hospitales siquiátricos y cárceles. Aunque él prefería las cárceles, porque "en los manicomios hay mucho loco", decía. Al mismo tiempo, sin embargo, iba escribiendo con mucha sobriedad y lucidez sus maravillosos libros de poesía, como Tríptico Cereteano, Hijos del Tiempo, El Esplendor de la Mariposa, debatiéndose entre sus dos personalidades: el loco agresivo que la emprende contra sus amigos y seres queridos, y el que se muestra amoroso, sensible y exquisito. "Tengo un corazón de mango, pero no te encuentres conmigo", advierte en un poema. Y en otro que se llama Conjuro:"Los habitantes de mi aldea/ dicen que soy un hombre/ despreciable y peligroso/ y no andan muy equivocados/ Despreciable y peligroso/ eso han hecho de mí la poesía y el amor/ Señores habitantes/ Tranquilos/ que sólo a mí/ suelo hacer daño".

"Gómez Jattin -dice una vieja reseña de 1984 en el periódico El Universal- surgió como auténtica revelación de la poesía en el norte del país, recreando temas que van desde las bellezas naturales, a orillas del río Sinú, hasta sus propios conflictos existenciales, que el poeta escruta con ironía y desencanto. Gómez Jattin ha hecho a través de sus trabajos, una revisión cruda de su vida en distintas fases, mirándose en ocasiones a través de personajes. Su observación, plena de categórica lucidez, acostumbra a oscilar entre un sarcasmo frontal, a veces abatido, y una rémora de ternura protectora".

Era el único poeta maldito que se acostaba temprano, dice su amiga Bibiana Vélez. Pasaba días enteros colgado en una hamaca. Ahí hacía de todo: comía, leía, escribía. Decía que la hamaca es un instrumento de una cuerda suspendido en el vacío desde el cielo. Tenía un vozarrón de acero y una carcajada espectacular, comilón y agradablemente obsceno. "Cualquiera puede escribir poesía. Lo valioso es escribir buena poesía, aun cuando sea procaz", afirmaba. En los últimos años aceptaba que era homosexual. "Pero cuando yo lo conocí -afirma Bibiana- sentí que el amor ya no le interesaba. Antes sí se enamoraba pero ahora me parecía que había dejado a un lado eso o había reprimido sus impulsos o estaba en otras cosas, no sé. Vivía repitiéndome: Bibiana, como decía Stendhal, el amor es una enfermedad; ¡lo importante es la amistad!".

En una ocasión se presentó en un recital en Medellín vestido totalmente de rojo, hasta las sandalias, y sin libro alguno, y además sin los lentes que necesitaba para leer. Había lleno total en el auditorio y el público lo aclamaba. "¿Por cuál canción quieren que comience?", preguntó con total seriedad refiriéndose a las canciones de Joan Manuel Serrat al que idolatraba. Cuando le dijeron que lo que tenía que hacer era leer sus poemas, se probó varios lentes que le prestó el público, despreció los que le parecían muy comunes y se quedó con uno de esos que parecen de gato. También un libro suyo tuvo que provenir del público. Su lectura conmovió. La gente lo aplaudió con euforia. Al ver que Raúl se ponía de pie para irse, el dueño del libro se lo pidió amablemente; Raúl se lo metió bajo el brazo y le dijo: "¡Pero si lo escribí yo!", y se largó.

El escritor inglés Gerald Martín relata así otra de sus intervenciones en público: "En el Centro de Convenciones de la ciudad de Cartagena, durante el Festival Internacional de Poesía de 1991, tres mil personas ovacionaron por varios minutos a un poeta más bien desconocido que casi descalzo y con la voz un poco cansada, leyó sus poemas. Nadie como ese personaje desgarbado logró conmover así a la multitud". "La lectura de Raúl fue una especie de ceremonia sagrada", aseguró el poeta y editor Mauricio Contreras.
"Cuando él bajó -escribe Ricardo Vélez- todos se pusieron de pie para saludarlo, y él sin darse cuenta dejó al presidente Gaviria con la mano extendida. Era un poeta de masas".

Aunque Raúl completó su proceso de autodestrucción: drogadicto, loco, mendigo y finalmente muerto trágicamente, su poesía siguió un proceso más elevado y sutil. Trascendió, se libró de las ataduras que le ponen a los locos. "Mi poesía es metafísica", decía él mismo. Por eso su voz lírica podía descender a los niveles más ordinarios y conservar su equilibrio, su lucidez y su belleza: "La cocinera hace de todo Se levanta la falda/ y lo trepa a uno a su pubis Te pone las manos/ en las nalgas y te culea en esa ciénaga insondable/ de su torpe lujuria de ancha boca". Como advertencia sobre su propia condición, nos dejó una sabia recomendación: "Antes de devorarle su entraña pensativa/ Antes de ofenderlo de gesto y palabra/ Antes de derribarlo/ Valorad al loco/ Su indiscutible propensión a la poesía/ Su árbol que le crece por la boca/ con raíces enredadas en el cielo./ El nos representa ante el mundo/ con su sensibilidad dolorosa como un parto".

martes, 4 de noviembre de 2008

Nota sobre Paul Brito, del maestro Isaías Peña Gutiérrez

A propósito de la nominación como primer finalista del Concurso de Novela Corta de la TEUC:

http://www.isaiaspenag.blogspot.com/

miércoles, 29 de octubre de 2008

Manual para entrevistar a Juan Carlos Onetti

Por: Paul Brito

"Cuando nos presentaron comprendí que el pasado no tiene tiempo y el ayer se junta allí con la fecha de diez años atrás", escribió el autor uruguayo que el 30 de mayo de 1994 muriera en Madrid

Hasta que no lo vi con mis propios ojos en una entrevista que anda por las bibliotecas de Barcelona, no tuve una verdadera noción de la personalidad de Juan Carlos Onetti. Por más que uno vea fotos, lea libros y entrevistas de los escritores, no se sabe nada de ellos hasta que no se les cata directamente. Infortunadamente, a los escritores -al menos los buenos y verdaderos- no les gustan las cámaras, aunque algunos como García Márquez aseguran que no les temen a éstas sino a los camarógrafos.

A Octavio Paz, por ejemplo, yo me lo imaginaba un tipo ceñudo con una voz ronca y ademanes austeros y viriles, y lo que me mostró la pantalla fue una persona delicada, alegre y hasta afeminada. Con Juan Rulfo sentí casi una conmoción: parecía imposible que una persona tan opaca e imperfecta hubiera llegado a tanta genialidad literaria. Onetti fue el que rebasó la copa de mi perplejidad. Me lo imaginaba gordo y amenazador pero, al menos en la época de la entrevista, era un esperpento flaco e inofensivo que se regodeaba en su silencio -saboteado por el insistente crujir de su silla- no con la sabiduría que enarbolan las descripciones de sus amigos escritores, sino con descortesía y gratuita agresividad.

"Yo creo que usted se niega al mundo -lo acusaba en cierta ocasión una indignada periodista-. Y su literatura es un reflejo muy claro de su forma de vida... sus personajes desconectados de la realidad, moviéndose en un mundo distorsionado...". A lo que un paciente Onetti contestaba: "Primero tendría que preguntarle por qué cree que 'su realidad' es 'la realidad'. Mis personajes están desconectados con la realidad de usted, no con la realidad de ellos. En cuanto al mundo distorsionado, concedo. Pero... o uno distorsiona el mundo para poder expresarse o hace periodismo, reportajes... malas novelas fotográficas."

Pienso que estas palabras pueden utilizarse para refutar cualquier impresión que nos formulemos de él y de cualquier escritor basándonos en nuestro propio criterio y no en su propio mundo, o refugiándonos en el simple lema del apóstol incrédulo para juzgarlo. Es lo que debería saber cualquier entrevistador antes de verse acorralado por su propio sentido común. Para nadie es un descubrimiento que el mundo de los escritores nació para leerlo, para intuirlo, y que a eso se debe el fracaso de muchas adaptaciones cinematográficas. Leer es imaginar una historia bajo la única pista de una voz silenciosa y subversiva; una vez toman partido nuestros propios sentidos, el truco se desvanece.

Esto se hace más patente en escritores como Onetti que prácticamente se volcaron en cuerpo y alma sobre su mundo imaginativo. La leyenda dice que durante los últimos años de su vida, y más específicamente a partir de su exilio en Madrid hacia 1975, parecía otro de sus personajes: varado en la cama, sin levantarse ni afeitarse durante días, con un cigarrillo fundido al belfo, escribiendo, leyendo y bebiendo whisky. "Hosco, amigo del silencio, de la meditación y diálogo consigo mismo, accesible sólo en raros momentos, Onetti no sólo creó un mundo novelesco sino que también creó la imagen de un escritor taciturno para el que dos ya son una multitud, y la soledad es suficiente compañía -escribió su amigo cercano, el crítico Emir Rodríguez Monegal-. La verdad que esconde esa leyenda es más compleja. Onetti era hombre de pocas pero muy sólidas amistades, era hombre de largas pasiones amorosas, de comunicación en un nivel muy hondo. Pero ese Onetti íntimo rara vez fue accesible."

El Premio Cervantes de 1980 trabajó sigilosa pero persistentemente para construir una realidad propia. Por eso fundó su propia ciudad: Santa María, adelantándose a la Comala de Juan Rulfo y al Macondo de García Márquez. "Hay solo un camino -recomendaba a los escritores noveles-. El que hubo siempre. Que el creador de verdad tenga la fuerza de vivir solitario y mire dentro suyo. Que comprenda que no tenemos huellas para seguir, que el camino habrá de hacérselo cada uno, tenaz y alegremente, cortando la sombra del monte y los arbustos enanos." La soledad es purificadora, leí en algún sitio y creo que a eso se referían escritores como Octavio Paz o García Márquez cuando hablaban de la soledad de América Latina como único vehículo para alcanzar su identidad.

El autor de La vida breve nació en Montevideo el 1 de julio de 1909. De su infancia no se sabe casi nada. "Decir la infancia -escribió- implica sin remedio un fracaso equivalente a contar los sueños (...). Recuerdo que mis padres estaban enamorados. El era un caballero y ella una dama esclavista del sur de Brasil. Y lo demás es secreto. Se trata de un santuario sagrado." De joven, trabajó como portero, mozo de café, vendedor de máquinas de escribir... Se casó varias veces y tuvo dos hijos. Vivió también en Buenos Aires. Hizo periodismo y fue secretario de redacción en el semanario Marcha, trabajó en la agencia Reuter y en otras revistas y diarios, dirigió las Bibliotecas Municipales de Montevideo, estuvo preso por haber integrado un jurado literario que dio como ganador un cuento censurado por la dictadura; en 1956 viajó a Bolivia invitado por el gobierno de este país y accidentalmente se vio envuelto en un tiroteo del que salió ileso aunque con un hueco de proyectil en su sombrero. Los adioses (1954), El astillero (1961), Junta cadáveres (1964), Dejemos hablar al viento (1979), Cuando ya no importe (1993), son algunas muestras de su visión múltiple, alucinada y tierna. Ángel Rama, refiriéndose a El pozo (1939), dijo que "este arisco, crítico, desolado texto, abre la narrativa contemporánea".

Juan Carlos Onetti, ese "triste apasionado" como lo definieron alguna vez, hizo de la autenticidad y la franqueza descarnada un estilo de vida y la abanderó como la única forma de hacer verdadera literatura. Según él mismo decía, era una de esas pocas personas que cree en la mortalidad. "Uno de los descubrimientos más terribles, el más terrible, que tuve de muchacho, fue que todas las personas que yo quería se iban a morir algún día. Eso me pareció absurdo, y de esa impresión no me he repuesto todavía. No me repondré nunca." Uno de aquellos perplejos e indignados entrevistadores le preguntó una vez por qué siendo tan pesimista había abandonado la idea del suicidio y él le contestó impertérrito: "Haz tú primero la prueba y después me cuentas. Quiero saber antes si es mejor que todo esto."

viernes, 26 de septiembre de 2008

Confieso que he plagiado a Pablo Neruda

*Publicada en Mundo Hispano y en el Dominical de El Heraldo

Por: Paul Brito

En un desesperado trance de amor, el responsable de esta nota acudió a una vidente chilena cuando se acercaba el 23 de septiembre, fecha en que murió el gran Poeta del Amor.

¿Quién no ha plagiado un poema de Pablo Neruda para conquistar a su amada? ¿Quién no ha escrito "los versos más tristes esta noche" pero a la vez los más malos y, cansado de ser hombre, un hombre cualquiera, ha deseado ser el autor de Walking Around? ¿Quién no ha querido apoderarse de la pluma del "capitán" frente a su altiva enamorada y decirle por ejemplo: "Yo te he nombrado reina./ Hay más altas que tú, más altas./ Hay más puras que tú, más puras./ Hay más bellas que tú. Hay más bellas./ Pero tú eres la reina."? Todos han querido. No me digan que no.

Este mes de septiembre –mes del Amor y la Amistad– se cumplen años de su muerte. De manera que, para muchos seguidores del poeta, es un buen momento para invocar el Harem de musas que lo acompañaba y conquistar al más arduo y difícil corazón. Esto no lo digo yo. Lo dice una bruja chilena que me atendió en su consultorio del barrio El Bosque hace unos días. Me dijo: "El 23 de septiembre vida y muerte del gran poeta se conjugan en una espada encendida". Le pido a la hechicera que me explique bien su teoría para explicarla a mi vez a mis lectores y ella me saca una sospechosa ecuación enrevesada y tautológica según la cual el 23 de septiembre el poeta que más ha calado en las entrañas del corazón cumple 35 años de fallecido, justamente los años que le faltaron para estar vivo hoy. Me fui dubitativo y oliendo a incienso barato y más despechado que como llegué, además con treinta mil pesos menos. Hasta se me olvidó preguntarle qué carajo tenía que hacer esa fecha para consolidar mi conjuro de amor: ¿asustar a un notario con un lirio cortado o dar muerte a una monja con un golpe de oreja?

Después de la consulta, me sumergí en la vida y obra del también llamado Poeta de América en busca de una clave. Primero repasé su vida, sus primeros años. Leí que un mes después de haber nacido, murió su madre de tuberculosis. A los dos años se trasladó a Temuco, donde creció rodeado de primos y tíos bajo una incesante lluvia austral (su "único personaje inolvidable") y también bajo el "ángel tutelar" de su infancia, su madrastra Trinidad Candia Marverde que se casó con su padre en 1906 y que él llamaba "mamadre". Por eludir a un padre rígido que se oponía a su vocación literaria, el joven poeta cuyo nombre verdadero era Neftalí Ricardo Reyes, comenzó a publicar bajo seudónimos. Es cuando encuentra el de Pablo Neruda, inspirado en el nombre del escritor checo Jan Neruda.

Y sigo en la búsqueda. Saltando páginas, lo hallo instalado como cónsul a finales de 1927 en Rangún, capital de Birmania. Ya ha publicado Crepusculario y Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Es una época de penuria y oscuridad. "Me quema el clima, maldigo a mi madre y a mi abuela, converso días enteros con mi cacatúa, pago por mensualidades un elefante", relata. En esta época convive con una nativa, "la maligna" como la llama en un famoso poema: una mujer temperamental y celosa que lo amenaza en las noches blandiendo un terrorífico cuchillo. "Cuando te mueras se acabarán mis temores", rezaba su estribillo nocturno.

Una vez ha huido de la "pantera birmana", como también la llamó, se casa en Baravia con una joven de origen holandés que no habla español: Maria Antonieta Haagenar a la que llamaba Maruca. En 1934 fue nombrado cónsul en Barcelona, pero pronto sería trasladado a Madrid donde se integra a la extraordinaria vida artística e intelectual de esos años. En esa etapa convulsa nace su única hija Malva Marina que nació con hidrocefalia y que muere a los nueve años, prácticamente abandonada por su padre; es una época muy agitada, la Guerra Civil española estaba comenzando y Neruda se encuentra implicado activamente socorriendo a muchos españoles, a los que enviará a Chile. Su matrimonio estaba prácticamente saldado y se había enamorado de la que sería su compañera por dos décadas: Delia del Carril, una pintora argentina 20 años mayor que él que lo comprendería más que Maruca y que tenía una sensibilidad literaria muy superior. Miguel Hernández la piropeó en un poema describiéndola como "la de los ojos boquiabiertos" y Neruda se referiría a ella en sus memorias como una "pasajera suavísima, hilo de acero y miel que ató mis manos en los años sonoros".

A raíz de la cercanía con la Guerra Civil española, la vida y la obra del que sería Premio Nobel en 1971 cobran un giro radical, menos individualista y solitario. Se convierte en el ardoroso y solidario autor de España en el corazón y en el ambicioso y comprometido cantor de América. En su monumental Canto general (1950) le escribe así a Macchu Picchu: "En ti, como dos líneas paralelas,/ la cuna del relámpago y del hombre/ se mecían en un viento de espinas". Por este tiempo vive en Chile pero, debido a sus opiniones políticas, se ve obligado a pasar a la clandestinidad y luego al destierro. Viaja por todo el mundo. Un famoso crítico lo bautizó como el "viajero inmóvil". Se enamora de Matilde Urrutia, la mujer que lo acompañará hasta el final de sus días y a la que le dedicará muchos poemas. "De la tierra, con pies y manos y ojos y voz, trajo para mí todas las raíces, todas las flores, todos los frutos fragantes de la dicha", escribió en Confieso que he vivido en alusión a ella. Pero no será sino hasta 1955 que se divorcia de su anterior y ya anciana compañera, Delia. En esa época empieza a abandonar el tono perentorio y solemne de su lírica, para escribir de una manera sencilla y cotidiana, con un lenguaje simple y común remitido a los sentimientos y objetos más asequibles. Odas elementales da constancia de ello. Esta manera de escribir se transforma poco después en un estilo más personal, nutrido por su madurez, antidogmático, con un humor sorprendente e ingenioso: Estravagario (1958).

Paro aquí un momento y me pregunto: "¿Cómo voy a revolver todo este menjurje para sacar la pócima de amor acertada?". Tengo todos los libros del chileno que he podido adquirir de rebaja en el Centro, regados en la cama: Tentativa del hombre infinito (1926), El hondero entusiasta (1933), Cien sonetos de amor (1959), Cantos ceremoniales (1961), Memorial de la Isla Negra (1964), Las manos del día (1968), El mar y las campanas (1973), entre otros. Y de pronto me doy cuenta que forman una extraña figura: la de una mujer acurrucada en un ovillo pero también es el mapa en forma de racimo de Latinoamérica. Me acuesto cansado de pensar, encima de esa mujer de uvas y viento. Y en la mañana escribo mi propio e imperfecto poema, después de pensar resignado: “Pablo Neruda murió en 1973, doce días después del golpe militar donde fue asesinado el recién posesionado presidente Salvador Allende, en quien Neruda tenía puestas todas sus esperanzas políticas. Ni siquiera sus fieles plagiadores somos capaces de resucitarlo". El poema que “escribí” esa mañana como un poseso va dirigido a ti, J.C. y dice así:

No esté lejos de mí un solo día, porque, cómo,
porque, no sé decirlo, es largo el día,
y te estaré esperando en las estaciones
cuando en alguna parte se durmieron los trenes.

No te vayas por una hora porque entonces
en esa hora se juntan las gotas del desvelo
y tal vez todo el humo que anda buscando casa
venga a matar aún mi corazón perdido.

Ay que no se quebrante tu silueta en la arena,
ay que no vuelen tus párpados en la ausencia:
no te vayas por un minuto, bienamada,

Porque en ese minuto te habrás ido tan lejos
que yo cruzaré toda la tierra preguntando
si volverás o si me dejarás muriendo.

martes, 12 de agosto de 2008

Don Quijote y la licencia de la imaginación

Por: Paul Brito

“Sea cual sea la coyuntura en que se encuentre un hombre, siempre estará a su alcance optar entre dos actitudes opuestas: aceptar su suerte con resignación o rebelarse contra ella”
Juan Martín Ruiz-Werner

En el momento en que concibió al Caballero de la Triste Figura, Cervantes pisaba por segunda vez la cárcel. Tenía cincuenta años (la edad en que el alma se muere, según Aristóteles) y estaba solo y desesperanzado en un calabozo sevillano recapitulando sobre una vida baldía e ingrata. Hay que imaginarse a Cervantes en ese momento: un hombre al borde de la nada que vislumbra a su vez a otro hombre emergiendo del fondo de su existencia.

Había sido soldado en la batalla de Lepanto donde perdió la mano izquierda, cinco años cautivo por los turcos en Argel, trabajador explotado, eterno candidato real para viajar a América, escritor mal comprendido de sus contemporáneos y marido ultrajado e infeliz. Su vida podía declinarse internamente bajo el peso de sus perspectivas más sombrías, pero decidió preservar el único espacio que podía seguir siendo suyo: la imaginación y su voluntad más íntimas. Y no sólo preservarlas, sino borrar la barrera entre ambas, volverlas una sola convicción.

El personaje tenía su misma edad y un mismo contexto existencial; ambos se vieron al límite entre la sumisión a la realidad y el salto de la imaginación. Don Quijote no era una imagen exactamente heroica, pero por eso mismo salvadora. Una imagen que surgió acordonada por los marcos de la más estricta realidad; que surgió del cotejo de los ideales y ambiciones más altos con la realidad más ardua, más hostil. Su mérito fue el realismo neto, la verosimilitud cruda, en medio de la ficción desencarnada. Utilizó el recurso del narrador-historiador y no del poeta, pues el historiador escribe las cosas “no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar cosa alguna”.

El Quijote nació como una parodia a los libros de caballería, porque precisamente su autor no quería despegar los pies del mundo real, de sus contrariedades y vejaciones, mientras relataba los espejismos y disparates de un personaje que había perdido la razón. Su filosofía era: “La historia es como cosa sagrada; porque ha de ser verdadera, y donde está la verdad, está Dios, en cuanto a verdad”, dice Cervantes en boca de don Quijote. En ese sentido la imaginación y el delirio no eran otras capas empañando la realidad o escamoteándola, sino marcas fosforescentes que ayudaban a distinguir mejor los contornos del camino; y el humor, no sólo el color discordante o chillón que llama a la burla, sino el destello desprevenido que alumbra los ángulos ambiguos de la existencia.

El manco de Lepanto estaba inaugurando la novela moderna. De lo que se trataba ahora no era de admirar y ensalzar al protagonista sino de comprenderlo, de identificarse con él y compartir sus pequeños triunfos y, sobre todo, su total derrota. Se estaba pasando de la épica a la prosa y, así, a toda la fealdad y belleza que comprende la vida cotidiana o, más específicamente, la belleza que se asoma irracionalmene a la fea realidad, “a este mal mundo que tenemos, donde apenas se haya cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería”, afirma Sancho Panza.

Pero la novela moderna no desecha totalmente la epopeya, sino que la integra como una posibilidad parpadeante, como una capacidad latente y misteriosa, y no como una abstracción total e ingenua: la epopeya en la nueva novela no es un mundo irreal contaminado por las fantasías y los anhelos desbordados del autor, sino el mundo real plagado de desencantos, límites y frustraciones pero saboteado de repente por una señal difusa entre los márgenes que le da sentido a todo. “Lo que interesa es la posibilidad de evasión, un salto fuera del rito implacable”, señalaba Albert Camus en El extranjero.

En la novela moderna la épica tiene un protagonismo de intensidad más que de extensión: el héroe (o antihéroe) moderno, en medio de la secuencia perdedora de la vida, se roba la licencia de la intensidad, de la continuidad, y le da un giro imprevisto a su destino más íntimo.

Cervantes se concentró en relatar la rugosa realidad con todas sus contrariedades, detallando incluso la desgracia de unos calcetines rotos o de los dientes caídos de don Quijote, pero también se ocupó en rescatar las posibilidades de la imaginación, de la voluntad absoluta, del gesto digno, de la rebelión contenida, de la intención pura: Dulcinea del Toboso no existe concretamente, pero eso no contradice que don Quijote sea un excelso, fiel y excelente enamorado. Lo mismo pasa con los gigantes con que se topa: que en realidad sean molinos de viento no le resta valentía a su espíritu. Sancho Panza, en medio de sus disparates y su ordinariez, alcanza en sus juicios y sentencias como gobernador la categoría de un Salomón, aunque a la postre todo sea una farsa montada a su alrededor. Igualmente nos deslumbra un don Quijote que, aun dentro de su locura, acierta con gran lucidez en sus consejos a Sancho y en su genial e iluminadora retórica, dejando admirados muchas veces a los que quieren burlarse de ellos.

Aunque Alonso Quijano recobra finalmente la razón, pudo arrebatarle a la vida un resquicio de intensidad, de continuidad; desplegó sobre ella otras dimensiones, otras potencias escondidas y, logrado ese botín, cubrió con creces la última factura. La prueba de ese remanente es la inmortalidad del libro. Al escribirlo, su autor superó sobradamente todas sus capacidades, todas sus limitaciones: trascendió hasta el infinito las expectativas. Finalmente estuvo seguro de vencer la última resistencia que se oponía a su imaginación: “¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!”.

Sentenciados a muerte, los hombres tenemos derecho a una última palabra, a un último deseo; con él podemos desfacer el mayor entuerto de todos, el mayor encantamiento, el más feroz: podemos invocar la eternidad. “La mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida –asevera Sancho Panza– es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”.

Cuando la luz de tu cuarto se apaga y ya no ves ni escuchas nada sino el zumbido de la caída, queda un interruptor. Mersault, en El extranjero, reducido a una celda y aguardando el albor de los fusiles, recurre también a la imaginación y alcanza a intuir los momentos finales de su progenitora: "Allá también en torno de ese asilo en que las vidas se extinguían, la noche era como una tregua melancólica”.

EL POLICÍA

*Cuento tomado de Los intrusos (UIS,2008), de Paul Brito

El policía estaba sentado en uno de los puestos de adelante. En realidad no era un policía activo. Hacía mucho tiempo le habían regalado un hermoso reloj en nombre de todos los años que había estado de servicio y ahora vivía retirado en un cómodo condominio con sus tres hijas. Ninguna se había casado y esa preocupación ocupaba su mente en esos momentos.

El autobús se movía lentamente de una parada a otra. Era un mediodía ardiente y el ex policía sólo quería llegar a su casa, almorzar y echarse una buena siesta escuchando un disco de Mercedes Sosa.

El vehículo se había llenado a la altura del mercado, pero poco a poco se había ido desocupando y ahora no estaba vacío, pero tampoco repleto. Por suerte había conseguido un puesto apenas entró y no había tenido que abusar de sus varices.

La que más le preocupaba de sus hijas era la mayor, que no tenía una pareja estable y su sueldo era ínfimo. Las otras dos, que tampoco se valían por sí mismas, tenían novios pero todavía no se les oía hablar de matrimonio. Él quería irse desocupando de ellas, porque también quería organizarse con su novia y muy difícilmente iba a poder ingresarla en la casa sin que el asunto se volviera peligroso; recordaba las normas de la comisaría con respecto a mezclar delincuentes en la misma celda y le daba miedo llegar a una situación similar.

Subieron al autobús dos hombres extraños. En realidad no eran tan extraños si se considera toda la variedad de personas que puede subir diariamente a un vehículo de servicio público, pero para un policía que había trabajado más de treinta años esculcando esas sutiles diferencias, sí lo eran. Lo que percibió fue un comportamiento demasiado nervioso y artificial en ellos. Desde que había dejado el servicio, no había podido desactivar esos mecanismos de escrutinio y tampoco lo hubiese querido, porque para él eran una especie de legado y una forma de reafirmar su personalidad.

El caso es que los tipos entraron revisando minuciosamente los rostros de los pasajeros, y no sólo los rostros, sino también los cuerpos y lo que llevaban encima. Lo más sospechoso fue que se sentaron en sitios opuestos. El policía no se puso nervioso. Hacía mucho tiempo había amansado ese manojo de fibras internas y desde entonces no había vuelto a sentir su desbordada vibración, por lo menos no como un estorbo. Quizás se debía a esa profunda y férrea convicción de saber lo que tenía que hacer cuando llegara el momento. Durante muchos años se había preparado para una situación así. El problema era que había llegado cuando hacía mucho tiempo se había jubilado y cuando lo único que le importaba era que sus hijas se casaran para también él organizarse con su novia.

Los hombres comenzaron a hacerse señas casi invisibles. Uno de ellos traía algo enrollado en un papel periódico y el policía tuvo la certeza de que era un machete o un cuchillo de cocina. Automáticamente el viejo acarició su arma por encima de la ropa; no lo había dicho aún, pero el viejo policía seguía arrastrando su arma a todas partes. La llevaba consigo como otros llevan sin falta el celular, el pañuelo o la peinilla. Desde que había dejado el uniforme nunca la había tenido que usar, pero cada mañana la sacaba de la mesa de noche, la limpiaba y la enfundaba en una cartuchera que tenía escondida debajo de la axila. Sin embargo, no la llevaba cargada; las cinco cavidades de la cartuchera alojaban dos únicos proyectiles fundidos al cuero.

El policía se enderezó en el asiento y trató de vigilar a ambos hombres a la vez. Pero no podía detallar uno sin descuidar al otro. A simple vista eran de la misma ralea, pero mirándolos bien se podía distinguir que uno era el líder. El otro parecía más bien incómodo en su papel, como si estuviera allí por obligación. Después de estudiarlos cabalmente, llegó a la conclusión de que ninguno de los dos había cometido un atraco antes.

Por alguna razón, siguió pensando en sus hijas. Se las imaginó casadas y con hijos. Le gustaba imaginarlas en el extranjero, en países diferentes, para tener un motivo concreto de viajar y conocer. Era la vida que había soñado, pero sus hijas se estaban demorando mucho en casarse y no porque fueran feas o bellacas, sino porque simplemente Dios lo había querido así. A veces Dios quería las cosas de una forma, como ahora que había querido colocarlo justo en ese momento y en ese lugar.

De pronto escuchó al sospechoso más cercano desenvolver el rollo de papel periódico. Escuchó el sonido crepitante del papel y lo asoció enseguida con la carne de su almuerzo asándose. Revisó por el rabillo del ojo los movimientos del otro sospechoso. Notó que se levantaba de la silla y se apresuró a deslizar una mano debajo de la guayabera. Acarició el metal frío del arma y extrajo las dos municiones de las cavidades de la cartuchera, las pasó a la otra mano y lentamente, al compás del crujido del papel periódico, fue sacando la pistola. Finalmente, en una maniobra rápida, introdujo las dos balas en el cargador del arma y dejó caer el artefacto en el bolsillo derecho del faldón de la guayabera.

Regresaba de hacer la acostumbrada ronda de visitas a sus amigos, también jubilados. En esas casas lo esperaban siempre con cervezas, ron y picadas. Al que más visitaba era a su ex compañero de servicio. Se sentaban en unas mecedoras de mimbre a recibir el fresco del patio y se ponían a rememorar viejas andanzas. Por momentos les parecía que estuvieran inventándolo o exagerándolo todo. Él siempre se ponía a la derecha de su compañero, como si todavía fuera el copiloto del carro patrulla y, a veces, cuando el viento del patio les daba en la cara, recordaba de lleno su vida de antes, cuando cada noche lo esperaba su esposa con la comida lista y cuando sus tres hijas todavía eran dependencia de ella.

Recordaba que casi siempre volvía tan exhausto y ansioso a su casa, tan mezclado a la escoria de la ciudad, que no lograba suavizar su estado de ánimo ni contrarrestar la actitud belicosa con que debía mantener a raya a los criminales. De manera que, al regresar a casa, seguía sintiendo la misma hostilidad hacia todo lo que le rodeaba y el mismo sabor amargo del crimen en todo lo que probaba, razón por la cual la comida que tan laboriosamente había preparado su esposa terminaba regada en el suelo.

Entonces vio levantarse al hombre que tenía más cerca y sacar una especie de punzón oxidado. Por un momento el policía logró leer el titular del matutino: “Hoy, día de elecciones”. Apreció las gotas de sudor en el rostro curtido del asaltante, unas gotas gordas y brillantes que parecían a punto de resbalar, y al mismo tiempo advirtió que el otro asaltante salía torpemente al pasillo.

El del punzón dio la espalda a los pasajeros y amenazó al conductor. El policía giró brevemente y divisó al otro asaltante esgrimiendo una navaja tan pequeña que parecía de juguete. El otro criminal abrió una bolsa y le pidió a los pasajeros que metieran allí sus billeteras, cadenas, anillos y demás cosas de valor. La gente comenzó a obedecerlo sin pestañear y el policía vio que se estaba acercando su turno y que en cualquier momento iba a tener que actuar.

Había conocido a su novia en un matrimonio. En aquella fiesta había bebido tanto que había sacado a bailar a cuanta mujer había visto sola en la fiesta. Su futura novia, una mujer mucho más joven que él, se había interesado bastante cuando él le confió que había sido policía. “Me gustan mucho los hombres de uniforme, se ven divinos”, le dijo ella y él le prometió que un día la invitaría a una reunión de jubilados, donde él debía ir vestido con su uniforme de gala.

Esa noche, después del matrimonio, le mostró su pistola y, a petición de ella, la amarró a los barrotes de la cama y le leyó sus derechos. Sus hijas se habían dado cuenta de que se había marchado del matrimonio con la desconocida y lo estuvieron llamando al celular toda la noche para preguntarle cuándo volvería a casa.

Ahora era su turno. El tipo del punzón lo miraba jadeante y con ojos feroces. El policía no había perdido la compostura. Sus nervios estaban intactos y le devolvió la mirada tranquila de un psiquiatra. “¡Maldita sea –lo amenazó el hombre del punzón–, que pongas tus malditas cosas en la bolsa, viejo pendejo!”. El policía dijo: “Ya voy, tranquilo”, y deslizó la mano en el bolsillo derecho de la guayabera. El hampón miró nerviosamente a ambos lados del autobús y luego miró a su cómplice, que hacía lo mismo que él con otra bolsa recorriendo el autobús de atrás hacia adelante.

La novia había llegado a amenazarlo con dejarlo si no le ofrecía una relación seria y protectora, y el policía había comenzado a presionar en serio a sus hijas para que se casaran o probaran a vivir y trabajar en otros países más prósperos donde pudieran independizarse, lo que terminó resintiéndolas pues sentían que el viejo les estaba dando la espalda cuando más lo necesitaban y por una mujer que en realidad quería solamente su dinero y su estabilidad económica. “¿Y ustedes? ¿Ustedes no están conmigo también por lo mismo?”, les respondía él. Entonces ellas llamaban a sus respectivos novios para presionarlos y amenazarlos con romper si no les ofrecían una relación más seria y protectora; el policía veía que esa cadena de amenazas se extendía por toda la ciudad hasta desembocar justo en ese momento y en ese lugar con ese tipo enfrente que, acuciado por una mujer desesperada o por unos hijos hambrientos, lo amenazaba con un punzón oxidado...

Entonces dejó de acariciar la pistola y simplemente se quitó el reloj que le habían regalado el día de la jubilación y lo dejó caer en la bolsa.