martes, 12 de agosto de 2008

Don Quijote y la licencia de la imaginación

Por: Paul Brito

“Sea cual sea la coyuntura en que se encuentre un hombre, siempre estará a su alcance optar entre dos actitudes opuestas: aceptar su suerte con resignación o rebelarse contra ella”
Juan Martín Ruiz-Werner

En el momento en que concibió al Caballero de la Triste Figura, Cervantes pisaba por segunda vez la cárcel. Tenía cincuenta años (la edad en que el alma se muere, según Aristóteles) y estaba solo y desesperanzado en un calabozo sevillano recapitulando sobre una vida baldía e ingrata. Hay que imaginarse a Cervantes en ese momento: un hombre al borde de la nada que vislumbra a su vez a otro hombre emergiendo del fondo de su existencia.

Había sido soldado en la batalla de Lepanto donde perdió la mano izquierda, cinco años cautivo por los turcos en Argel, trabajador explotado, eterno candidato real para viajar a América, escritor mal comprendido de sus contemporáneos y marido ultrajado e infeliz. Su vida podía declinarse internamente bajo el peso de sus perspectivas más sombrías, pero decidió preservar el único espacio que podía seguir siendo suyo: la imaginación y su voluntad más íntimas. Y no sólo preservarlas, sino borrar la barrera entre ambas, volverlas una sola convicción.

El personaje tenía su misma edad y un mismo contexto existencial; ambos se vieron al límite entre la sumisión a la realidad y el salto de la imaginación. Don Quijote no era una imagen exactamente heroica, pero por eso mismo salvadora. Una imagen que surgió acordonada por los marcos de la más estricta realidad; que surgió del cotejo de los ideales y ambiciones más altos con la realidad más ardua, más hostil. Su mérito fue el realismo neto, la verosimilitud cruda, en medio de la ficción desencarnada. Utilizó el recurso del narrador-historiador y no del poeta, pues el historiador escribe las cosas “no como debían ser, sino como fueron, sin añadir ni quitar cosa alguna”.

El Quijote nació como una parodia a los libros de caballería, porque precisamente su autor no quería despegar los pies del mundo real, de sus contrariedades y vejaciones, mientras relataba los espejismos y disparates de un personaje que había perdido la razón. Su filosofía era: “La historia es como cosa sagrada; porque ha de ser verdadera, y donde está la verdad, está Dios, en cuanto a verdad”, dice Cervantes en boca de don Quijote. En ese sentido la imaginación y el delirio no eran otras capas empañando la realidad o escamoteándola, sino marcas fosforescentes que ayudaban a distinguir mejor los contornos del camino; y el humor, no sólo el color discordante o chillón que llama a la burla, sino el destello desprevenido que alumbra los ángulos ambiguos de la existencia.

El manco de Lepanto estaba inaugurando la novela moderna. De lo que se trataba ahora no era de admirar y ensalzar al protagonista sino de comprenderlo, de identificarse con él y compartir sus pequeños triunfos y, sobre todo, su total derrota. Se estaba pasando de la épica a la prosa y, así, a toda la fealdad y belleza que comprende la vida cotidiana o, más específicamente, la belleza que se asoma irracionalmene a la fea realidad, “a este mal mundo que tenemos, donde apenas se haya cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería”, afirma Sancho Panza.

Pero la novela moderna no desecha totalmente la epopeya, sino que la integra como una posibilidad parpadeante, como una capacidad latente y misteriosa, y no como una abstracción total e ingenua: la epopeya en la nueva novela no es un mundo irreal contaminado por las fantasías y los anhelos desbordados del autor, sino el mundo real plagado de desencantos, límites y frustraciones pero saboteado de repente por una señal difusa entre los márgenes que le da sentido a todo. “Lo que interesa es la posibilidad de evasión, un salto fuera del rito implacable”, señalaba Albert Camus en El extranjero.

En la novela moderna la épica tiene un protagonismo de intensidad más que de extensión: el héroe (o antihéroe) moderno, en medio de la secuencia perdedora de la vida, se roba la licencia de la intensidad, de la continuidad, y le da un giro imprevisto a su destino más íntimo.

Cervantes se concentró en relatar la rugosa realidad con todas sus contrariedades, detallando incluso la desgracia de unos calcetines rotos o de los dientes caídos de don Quijote, pero también se ocupó en rescatar las posibilidades de la imaginación, de la voluntad absoluta, del gesto digno, de la rebelión contenida, de la intención pura: Dulcinea del Toboso no existe concretamente, pero eso no contradice que don Quijote sea un excelso, fiel y excelente enamorado. Lo mismo pasa con los gigantes con que se topa: que en realidad sean molinos de viento no le resta valentía a su espíritu. Sancho Panza, en medio de sus disparates y su ordinariez, alcanza en sus juicios y sentencias como gobernador la categoría de un Salomón, aunque a la postre todo sea una farsa montada a su alrededor. Igualmente nos deslumbra un don Quijote que, aun dentro de su locura, acierta con gran lucidez en sus consejos a Sancho y en su genial e iluminadora retórica, dejando admirados muchas veces a los que quieren burlarse de ellos.

Aunque Alonso Quijano recobra finalmente la razón, pudo arrebatarle a la vida un resquicio de intensidad, de continuidad; desplegó sobre ella otras dimensiones, otras potencias escondidas y, logrado ese botín, cubrió con creces la última factura. La prueba de ese remanente es la inmortalidad del libro. Al escribirlo, su autor superó sobradamente todas sus capacidades, todas sus limitaciones: trascendió hasta el infinito las expectativas. Finalmente estuvo seguro de vencer la última resistencia que se oponía a su imaginación: “¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!”.

Sentenciados a muerte, los hombres tenemos derecho a una última palabra, a un último deseo; con él podemos desfacer el mayor entuerto de todos, el mayor encantamiento, el más feroz: podemos invocar la eternidad. “La mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida –asevera Sancho Panza– es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía”.

Cuando la luz de tu cuarto se apaga y ya no ves ni escuchas nada sino el zumbido de la caída, queda un interruptor. Mersault, en El extranjero, reducido a una celda y aguardando el albor de los fusiles, recurre también a la imaginación y alcanza a intuir los momentos finales de su progenitora: "Allá también en torno de ese asilo en que las vidas se extinguían, la noche era como una tregua melancólica”.

EL POLICÍA

*Cuento tomado de Los intrusos (UIS,2008), de Paul Brito

El policía estaba sentado en uno de los puestos de adelante. En realidad no era un policía activo. Hacía mucho tiempo le habían regalado un hermoso reloj en nombre de todos los años que había estado de servicio y ahora vivía retirado en un cómodo condominio con sus tres hijas. Ninguna se había casado y esa preocupación ocupaba su mente en esos momentos.

El autobús se movía lentamente de una parada a otra. Era un mediodía ardiente y el ex policía sólo quería llegar a su casa, almorzar y echarse una buena siesta escuchando un disco de Mercedes Sosa.

El vehículo se había llenado a la altura del mercado, pero poco a poco se había ido desocupando y ahora no estaba vacío, pero tampoco repleto. Por suerte había conseguido un puesto apenas entró y no había tenido que abusar de sus varices.

La que más le preocupaba de sus hijas era la mayor, que no tenía una pareja estable y su sueldo era ínfimo. Las otras dos, que tampoco se valían por sí mismas, tenían novios pero todavía no se les oía hablar de matrimonio. Él quería irse desocupando de ellas, porque también quería organizarse con su novia y muy difícilmente iba a poder ingresarla en la casa sin que el asunto se volviera peligroso; recordaba las normas de la comisaría con respecto a mezclar delincuentes en la misma celda y le daba miedo llegar a una situación similar.

Subieron al autobús dos hombres extraños. En realidad no eran tan extraños si se considera toda la variedad de personas que puede subir diariamente a un vehículo de servicio público, pero para un policía que había trabajado más de treinta años esculcando esas sutiles diferencias, sí lo eran. Lo que percibió fue un comportamiento demasiado nervioso y artificial en ellos. Desde que había dejado el servicio, no había podido desactivar esos mecanismos de escrutinio y tampoco lo hubiese querido, porque para él eran una especie de legado y una forma de reafirmar su personalidad.

El caso es que los tipos entraron revisando minuciosamente los rostros de los pasajeros, y no sólo los rostros, sino también los cuerpos y lo que llevaban encima. Lo más sospechoso fue que se sentaron en sitios opuestos. El policía no se puso nervioso. Hacía mucho tiempo había amansado ese manojo de fibras internas y desde entonces no había vuelto a sentir su desbordada vibración, por lo menos no como un estorbo. Quizás se debía a esa profunda y férrea convicción de saber lo que tenía que hacer cuando llegara el momento. Durante muchos años se había preparado para una situación así. El problema era que había llegado cuando hacía mucho tiempo se había jubilado y cuando lo único que le importaba era que sus hijas se casaran para también él organizarse con su novia.

Los hombres comenzaron a hacerse señas casi invisibles. Uno de ellos traía algo enrollado en un papel periódico y el policía tuvo la certeza de que era un machete o un cuchillo de cocina. Automáticamente el viejo acarició su arma por encima de la ropa; no lo había dicho aún, pero el viejo policía seguía arrastrando su arma a todas partes. La llevaba consigo como otros llevan sin falta el celular, el pañuelo o la peinilla. Desde que había dejado el uniforme nunca la había tenido que usar, pero cada mañana la sacaba de la mesa de noche, la limpiaba y la enfundaba en una cartuchera que tenía escondida debajo de la axila. Sin embargo, no la llevaba cargada; las cinco cavidades de la cartuchera alojaban dos únicos proyectiles fundidos al cuero.

El policía se enderezó en el asiento y trató de vigilar a ambos hombres a la vez. Pero no podía detallar uno sin descuidar al otro. A simple vista eran de la misma ralea, pero mirándolos bien se podía distinguir que uno era el líder. El otro parecía más bien incómodo en su papel, como si estuviera allí por obligación. Después de estudiarlos cabalmente, llegó a la conclusión de que ninguno de los dos había cometido un atraco antes.

Por alguna razón, siguió pensando en sus hijas. Se las imaginó casadas y con hijos. Le gustaba imaginarlas en el extranjero, en países diferentes, para tener un motivo concreto de viajar y conocer. Era la vida que había soñado, pero sus hijas se estaban demorando mucho en casarse y no porque fueran feas o bellacas, sino porque simplemente Dios lo había querido así. A veces Dios quería las cosas de una forma, como ahora que había querido colocarlo justo en ese momento y en ese lugar.

De pronto escuchó al sospechoso más cercano desenvolver el rollo de papel periódico. Escuchó el sonido crepitante del papel y lo asoció enseguida con la carne de su almuerzo asándose. Revisó por el rabillo del ojo los movimientos del otro sospechoso. Notó que se levantaba de la silla y se apresuró a deslizar una mano debajo de la guayabera. Acarició el metal frío del arma y extrajo las dos municiones de las cavidades de la cartuchera, las pasó a la otra mano y lentamente, al compás del crujido del papel periódico, fue sacando la pistola. Finalmente, en una maniobra rápida, introdujo las dos balas en el cargador del arma y dejó caer el artefacto en el bolsillo derecho del faldón de la guayabera.

Regresaba de hacer la acostumbrada ronda de visitas a sus amigos, también jubilados. En esas casas lo esperaban siempre con cervezas, ron y picadas. Al que más visitaba era a su ex compañero de servicio. Se sentaban en unas mecedoras de mimbre a recibir el fresco del patio y se ponían a rememorar viejas andanzas. Por momentos les parecía que estuvieran inventándolo o exagerándolo todo. Él siempre se ponía a la derecha de su compañero, como si todavía fuera el copiloto del carro patrulla y, a veces, cuando el viento del patio les daba en la cara, recordaba de lleno su vida de antes, cuando cada noche lo esperaba su esposa con la comida lista y cuando sus tres hijas todavía eran dependencia de ella.

Recordaba que casi siempre volvía tan exhausto y ansioso a su casa, tan mezclado a la escoria de la ciudad, que no lograba suavizar su estado de ánimo ni contrarrestar la actitud belicosa con que debía mantener a raya a los criminales. De manera que, al regresar a casa, seguía sintiendo la misma hostilidad hacia todo lo que le rodeaba y el mismo sabor amargo del crimen en todo lo que probaba, razón por la cual la comida que tan laboriosamente había preparado su esposa terminaba regada en el suelo.

Entonces vio levantarse al hombre que tenía más cerca y sacar una especie de punzón oxidado. Por un momento el policía logró leer el titular del matutino: “Hoy, día de elecciones”. Apreció las gotas de sudor en el rostro curtido del asaltante, unas gotas gordas y brillantes que parecían a punto de resbalar, y al mismo tiempo advirtió que el otro asaltante salía torpemente al pasillo.

El del punzón dio la espalda a los pasajeros y amenazó al conductor. El policía giró brevemente y divisó al otro asaltante esgrimiendo una navaja tan pequeña que parecía de juguete. El otro criminal abrió una bolsa y le pidió a los pasajeros que metieran allí sus billeteras, cadenas, anillos y demás cosas de valor. La gente comenzó a obedecerlo sin pestañear y el policía vio que se estaba acercando su turno y que en cualquier momento iba a tener que actuar.

Había conocido a su novia en un matrimonio. En aquella fiesta había bebido tanto que había sacado a bailar a cuanta mujer había visto sola en la fiesta. Su futura novia, una mujer mucho más joven que él, se había interesado bastante cuando él le confió que había sido policía. “Me gustan mucho los hombres de uniforme, se ven divinos”, le dijo ella y él le prometió que un día la invitaría a una reunión de jubilados, donde él debía ir vestido con su uniforme de gala.

Esa noche, después del matrimonio, le mostró su pistola y, a petición de ella, la amarró a los barrotes de la cama y le leyó sus derechos. Sus hijas se habían dado cuenta de que se había marchado del matrimonio con la desconocida y lo estuvieron llamando al celular toda la noche para preguntarle cuándo volvería a casa.

Ahora era su turno. El tipo del punzón lo miraba jadeante y con ojos feroces. El policía no había perdido la compostura. Sus nervios estaban intactos y le devolvió la mirada tranquila de un psiquiatra. “¡Maldita sea –lo amenazó el hombre del punzón–, que pongas tus malditas cosas en la bolsa, viejo pendejo!”. El policía dijo: “Ya voy, tranquilo”, y deslizó la mano en el bolsillo derecho de la guayabera. El hampón miró nerviosamente a ambos lados del autobús y luego miró a su cómplice, que hacía lo mismo que él con otra bolsa recorriendo el autobús de atrás hacia adelante.

La novia había llegado a amenazarlo con dejarlo si no le ofrecía una relación seria y protectora, y el policía había comenzado a presionar en serio a sus hijas para que se casaran o probaran a vivir y trabajar en otros países más prósperos donde pudieran independizarse, lo que terminó resintiéndolas pues sentían que el viejo les estaba dando la espalda cuando más lo necesitaban y por una mujer que en realidad quería solamente su dinero y su estabilidad económica. “¿Y ustedes? ¿Ustedes no están conmigo también por lo mismo?”, les respondía él. Entonces ellas llamaban a sus respectivos novios para presionarlos y amenazarlos con romper si no les ofrecían una relación más seria y protectora; el policía veía que esa cadena de amenazas se extendía por toda la ciudad hasta desembocar justo en ese momento y en ese lugar con ese tipo enfrente que, acuciado por una mujer desesperada o por unos hijos hambrientos, lo amenazaba con un punzón oxidado...

Entonces dejó de acariciar la pistola y simplemente se quitó el reloj que le habían regalado el día de la jubilación y lo dejó caer en la bolsa.