sábado, 27 de diciembre de 2008

Atar al loco no al poeta

Por Paul Brito, Publicada en el Dominical de El Heraldo y en Mundo Hispano

Raúl Gómez Jattin es ese poeta colombiano que se fue volviendo loco y terminó bajo las llantas de un autobús en Cartagena de Indias el 22 de mayo de 1997. Esto de "poeta", de "loco" y de "muerte o suicidio" no sería una combinación tan sorprendente ni lamentable si no fuera porque es uno de los poetas más talentosos y logrados que ha dado Colombia en las últimas décadas.

Nació el 31 de mayo de 1945 en Cereté en el norteño departamento de Córdoba, en medio del Valle del Sinú. De ascendencia española, por parte de padre, y árabe por parte de madre, el primero ejerció en él una gran influencia cultural e intelectual, y la segunda un cargado influjo emocional y psicológico. El señor Joaquín Gómez, que así se llamaba su padre, quería verlo convertido en un gran abogado; Raúl cedió y se fue a estudiar a Bogotá, pero terminó enganchado en el teatro y, de paso, en la marihuana.
La larga tensión edípica con su madre tampoco resultó muy beneficiosa. Su profesor de teatro de esa época cuenta la vez que fue con su esposa de luna de miel a Cereté y se hospedó en la casa de la Niña Lola (como le decían a la madre de Raúl): "Mi esposa fue a entrar al cuarto a preguntarle algo a la Niña Lola y la encontró dándole el pecho a Raúl, que era ya un hombre de 25 años. Y cuando ya nos volvíamos a Bogotá, ella me dijo, Cuida a Raúl, que es un niño grande".

Cuando su padre murió a finales de 1976, Raúl comenzó a dar signos de locura. Gabriel Chadid, su medio hermano, relata así ese momento: "Mientras el viejo estuvo enfermo, Raúl permaneció muy drogado y no toleró la muerte. Pero una vez muerto, se enloqueció, se quitó la ropa, se desnudó, se había quemado, sacado los dientes, se afeitó el cabello y las cejas. Hasta entonces había sido un neurótico como nosotros. A partir de ahí se volvió sicótico".

Comenzaría un largo recorrido por hospitales siquiátricos y cárceles. Aunque él prefería las cárceles, porque "en los manicomios hay mucho loco", decía. Al mismo tiempo, sin embargo, iba escribiendo con mucha sobriedad y lucidez sus maravillosos libros de poesía, como Tríptico Cereteano, Hijos del Tiempo, El Esplendor de la Mariposa, debatiéndose entre sus dos personalidades: el loco agresivo que la emprende contra sus amigos y seres queridos, y el que se muestra amoroso, sensible y exquisito. "Tengo un corazón de mango, pero no te encuentres conmigo", advierte en un poema. Y en otro que se llama Conjuro:"Los habitantes de mi aldea/ dicen que soy un hombre/ despreciable y peligroso/ y no andan muy equivocados/ Despreciable y peligroso/ eso han hecho de mí la poesía y el amor/ Señores habitantes/ Tranquilos/ que sólo a mí/ suelo hacer daño".

"Gómez Jattin -dice una vieja reseña de 1984 en el periódico El Universal- surgió como auténtica revelación de la poesía en el norte del país, recreando temas que van desde las bellezas naturales, a orillas del río Sinú, hasta sus propios conflictos existenciales, que el poeta escruta con ironía y desencanto. Gómez Jattin ha hecho a través de sus trabajos, una revisión cruda de su vida en distintas fases, mirándose en ocasiones a través de personajes. Su observación, plena de categórica lucidez, acostumbra a oscilar entre un sarcasmo frontal, a veces abatido, y una rémora de ternura protectora".

Era el único poeta maldito que se acostaba temprano, dice su amiga Bibiana Vélez. Pasaba días enteros colgado en una hamaca. Ahí hacía de todo: comía, leía, escribía. Decía que la hamaca es un instrumento de una cuerda suspendido en el vacío desde el cielo. Tenía un vozarrón de acero y una carcajada espectacular, comilón y agradablemente obsceno. "Cualquiera puede escribir poesía. Lo valioso es escribir buena poesía, aun cuando sea procaz", afirmaba. En los últimos años aceptaba que era homosexual. "Pero cuando yo lo conocí -afirma Bibiana- sentí que el amor ya no le interesaba. Antes sí se enamoraba pero ahora me parecía que había dejado a un lado eso o había reprimido sus impulsos o estaba en otras cosas, no sé. Vivía repitiéndome: Bibiana, como decía Stendhal, el amor es una enfermedad; ¡lo importante es la amistad!".

En una ocasión se presentó en un recital en Medellín vestido totalmente de rojo, hasta las sandalias, y sin libro alguno, y además sin los lentes que necesitaba para leer. Había lleno total en el auditorio y el público lo aclamaba. "¿Por cuál canción quieren que comience?", preguntó con total seriedad refiriéndose a las canciones de Joan Manuel Serrat al que idolatraba. Cuando le dijeron que lo que tenía que hacer era leer sus poemas, se probó varios lentes que le prestó el público, despreció los que le parecían muy comunes y se quedó con uno de esos que parecen de gato. También un libro suyo tuvo que provenir del público. Su lectura conmovió. La gente lo aplaudió con euforia. Al ver que Raúl se ponía de pie para irse, el dueño del libro se lo pidió amablemente; Raúl se lo metió bajo el brazo y le dijo: "¡Pero si lo escribí yo!", y se largó.

El escritor inglés Gerald Martín relata así otra de sus intervenciones en público: "En el Centro de Convenciones de la ciudad de Cartagena, durante el Festival Internacional de Poesía de 1991, tres mil personas ovacionaron por varios minutos a un poeta más bien desconocido que casi descalzo y con la voz un poco cansada, leyó sus poemas. Nadie como ese personaje desgarbado logró conmover así a la multitud". "La lectura de Raúl fue una especie de ceremonia sagrada", aseguró el poeta y editor Mauricio Contreras.
"Cuando él bajó -escribe Ricardo Vélez- todos se pusieron de pie para saludarlo, y él sin darse cuenta dejó al presidente Gaviria con la mano extendida. Era un poeta de masas".

Aunque Raúl completó su proceso de autodestrucción: drogadicto, loco, mendigo y finalmente muerto trágicamente, su poesía siguió un proceso más elevado y sutil. Trascendió, se libró de las ataduras que le ponen a los locos. "Mi poesía es metafísica", decía él mismo. Por eso su voz lírica podía descender a los niveles más ordinarios y conservar su equilibrio, su lucidez y su belleza: "La cocinera hace de todo Se levanta la falda/ y lo trepa a uno a su pubis Te pone las manos/ en las nalgas y te culea en esa ciénaga insondable/ de su torpe lujuria de ancha boca". Como advertencia sobre su propia condición, nos dejó una sabia recomendación: "Antes de devorarle su entraña pensativa/ Antes de ofenderlo de gesto y palabra/ Antes de derribarlo/ Valorad al loco/ Su indiscutible propensión a la poesía/ Su árbol que le crece por la boca/ con raíces enredadas en el cielo./ El nos representa ante el mundo/ con su sensibilidad dolorosa como un parto".