miércoles, 29 de abril de 2009

Sobre el éxito

Zidane y su elección personal

Durante varios días me quedé pensando en el cabezazo de toro rabioso que le propinó Zidane a un jugador italiano en pleno final del Mundial y en el último partido de su carrera. Un final así, canjeado por la gloria y delante de una tarjeta roja como una improvisada y preventiva capa de torero, es un final humano, casi literario.

Si fuera una película, diría que es un final que nos representa más a los terrestres, al vulgo; un final más aleccionador que el final al estilo hollywoodense con el “chacho” alzando la copa como un dios en el Olimpo listo a embriagarse.Este final nos enseña algo, no una lección general, sentenciosa o definitiva como insisten en vendernos diariamente los medios de comunicación con sus moralejas enlatadas, sino algo más personal, íntimo, dirigido a cada uno.

Cualquiera que haya sido el insulto que le gastaron al astro: un “comentario grave” sobre su hermana o una ofensa racista (“argelino terrorista”), lo que determinó su respuesta no fue el respeto por su imagen pública, sino la fidelidad a su reputación interna y a sus seres queridos. Prefirió ser un héroe para sí mismo que un héroe para los otros. Eso nos enseña algo.

La grandeza humana no está en el éxito superfluo de la imagen pública, sino en la imagen pura que cada quien tiene de uno mismo y que tienen de uno las personas que uno más quiere. A Zidane no le hubiera valido de nada salir ensalzado por el mundo entero pero vituperado internamente por sí mismo.

Seguramente se habrá arrepentido después por la violencia de su respuesta, y está bien que así sea, pero se hubiera arrepentido toda la vida si en vez de hacer respetar la honra de su hermana o el origen de sus padres, se hubiera tragado la indignación y los hubiera vendido por un lustre universal.

Precisamente porque su elección no fue menos universal: al hacerlos respetar contundentemente, por lo menos con el símbolo de echar a la borda su éxito infinito, estaba enalteciendo a todas las hermanas del mundo, a todas las mujeres mancilladas, a todos los inmigrantes manchados por el racismo. Paul Brito, Mundo Hispano, 2006

lunes, 20 de abril de 2009

Manual de intrusiones


La intrusión aparece constantemente en muchos territorios. Ninguna relato se cumple a cabalidad si no aparece ese elemento ajeno a la narración que se inmiscuye azarosamente en el escenario y rompe con su racionalidad y secuencia imprimiéndole un movimiento real.


Por: Paul Brito
(Publicado en el Dominical de El Heraldo)

Para que la flecha alcance el blanco –dice la famosa paradoja de Zenón–, debe recorrer la mitad de la distancia, luego la mitad de la mitad y así sucesivamente. Si no diera un salto milagroso para zanjar la infinita división del espacio, no alcanzaría su destino… La flecha necesita de un soplo extraño, de una fuerza ajena al mundo terrenal para completar su trayectoria.

Asimismo el arte de contar aspira a vencer la distancia entre un punto y otro. La culminación de ese recorrido, de esa cuenta de eventos o puntos intermedios, requiere de un elemento ajeno a la historia que complete y trascienda la simple enumeración de hechos. Requiere de una fuerza intrusa e inexplicable, autónoma, en el mundo explicable, de un salto continuo y recurrente que una dos puntos de la realidad. Ese elemento de intrusión está presente en cada momento de nuestra vida, porque hasta el más simple paso que damos necesita de esa mediación increíble. “Yo mismo soy esa voluntad que se encuentra fuera del tiempo y del espacio”, decía Schopenhauer.

El movimiento sólo es posible por medio de esa fuerza intensiva, de ese aliento extraño que se cuela por los intersticios de la realidad facilitando un nuevo punto de apoyo, por encima de innumerables abismos. Sólo en ese sentido es posible la extensión. “Si observamos bien –señalaba Robert Musil en Las tribulaciones del estudiante Törless–, podrás percibir el instante que media entre dos pensamientos y en el que todo es negro. Ese instante es (una vez aprehendido) para nosotros, precisamente la muerte; porque nuestra vida no es otra cosa que ir poniendo piedras señaladoras e ir saltando de una a otra, diariamente, por encima de millares de segundos de muerte. En cierto modo, vivimos tan solo en los puntos de apoyo”.

Por eso el arte literario, al querer recrear el mundo y la vida, debe involucrar necesariamente esos elementos que se encuentran fuera de la realidad material. Me refiero al milagro y a la voluntad, pero también al destino, a la suerte y a la voluntad de Dios. “Nosotros (la indivisa divinidad que opera en nosotros) hemos soñado el mundo -apuntaba Borges en una de sus Discusiones-. Lo hemos soñado resistente, misterioso, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo; pero hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso.”

Ese elemento foráneo aparece constantemente en muchos territorios. Si Cantinflas y su amigo, por ejemplo, no llegaran al funeral equivocado, no habría comedia, no surgiría la historia, no avanzaría realmente el argumento. Ningún relato se cumple a cabalidad si no aparece ese elemento ajeno a la narración que se inmiscuye azarosamente en el escenario, rompiendo con su racionalidad y secuencia, e imprimiéndole un movimiento real. Dicho mecanismo de intrusión se distingue claramente en novelas como El extranjero de Albert Camus o El quinto hijo de Doris Lessing. La primera nos habla de un personaje que, aunque ajeno a los prejuicios y a las leyes de su entorno, debe comparecer como culpable. Esa injerencia determina el conflicto de la novela. Lo mismo podríamos afirmar de El quinto hijo, que sería la simple descripción de una imagen familiar si no fuera por la aparición del último hijo, la famosa oveja negra, ese ser diferente a los demás que revela los contrastes de la realidad y las sombras cambiantes de la naturaleza humana.

En La hora 25 del escritor rumano Constantin Virgil Gheorghiu hay una constante aplicación de ese recurso. Todos los giros del relato vienen dados por una intrusión. El personaje principal salta de un bando a otro de la guerra y en cada uno de ellos es un extraño, un “enemigo”. Eso dispara una y otra vez el engranaje de la novela. La misma historia de la humanidad es una larga serie de intromisiones, conquistas y migraciones que han cambiado radicalmente su rumbo. Esa historia universal contiene el mejor ejemplo de un intruso: ese personaje de otro reino que partió la Historia en dos y le dio nombre a nuestra era, y cuyo accionar precisamente era el milagro. La Biblia nos obsequia otro ejemplo aleccionador: Adán y Eva, que se volvieron intrusos del Paraíso desde el momento en que rompieron las reglas.

En el cuento que da título a mi libro Los intrusos, una criada cuida a unas gemelas mientras la madre trabaja. Cuando las niñas crecen y la mujer ya está vieja y enferma, ésta se convierte en una intrusa, en una carga para la mamá de las gemelas, en una mancha engorrosa que aparece en todas las fotos familiares. Quiero que nos detengamos en esta imagen. Si en un retrato familiar no apareciera ese entrometido, el portador de la foto no tendría nada que explicar, pues la imagen hablaría por sí sola. Sólo cuando aparece un intruso, el hombre tiene que comenzar a contar.

lunes, 16 de marzo de 2009

Amor a primera vista

Por: Paul Brito (minicuento de un libro en preparación)

Hay una versión de la paradoja de Zenón que no ha llegado hasta nosotros, donde la tortuga era una medusa. Esa medusa tenía características mitológicas. Se decía que volvía de piedra a todo aquel que la mirara a los ojos. La primera víctima fue precisamente otra medusa, que quedó petrificada cuando se vieron por primera y última vez en un relámpago de amor eterno. Desde entonces la tortuga está condenada a cargar con aquella costra de piedra que no es más que el escombro de su amante y el peso ineludible de su recuerdo, y a recorrer lentamente la extensión de lo que pudo haber sido su gran amor.

martes, 10 de febrero de 2009

La dignidad en un par de zapatos

Por: Paul Brito (columna publicada en Mundo Hispano: www.mundohispano.info)

El hecho de que el presidente de los Estados Unidos no esté exento de recibir un zapatazo, como cualquier hijo del vecino, nos recuerda que vivimos en una misma casa, bajo el techo común de la condición humana. Cualquier conflicto, por más cuantitativo o externo que sea, es al fin y al cabo un asunto interno e individual. No hay ningún ámbito humano que no esté supeditado a la decencia y la dignidad personales. Esa noción universal de vergüenza e infamia existirá mientras haya un solo hombre decente en el mundo que dé la cara por los demás y exponga el pellejo por la verdad.

Hace un tiempo vi un video en internet donde aparecía una joven desnudándose en plena parada de autobús, a plena luz del día. Esa joven que podía ser la hija o la hermana de cualquiera se acariciaba y hacía gestos obscenos a la cámara sin la menor muestra de pudor. Justo cuando se arrodillaba y orinaba sobre el andén en una pose licenciosa, a la vista curiosa pero impasible de los transeúntes, apareció de la nada un anciano valiente y le dio una patada en el trasero. Había recaído en él la responsabilidad incontenible de hacer valer el decoro de una sociedad adormecida.

No pretendo hacer apología de la violencia, pero estoy seguro de que a esa chica que había olvidado por completo la vergüenza recordará para siempre esa patada, no por el dolor físico que le causó, sino por la bofetada moral y paterna que aún debe estar resonando en algún rincón de su ser.

En algún rincón de su ser, Bush también se habrá preguntado algo más que la talla de esos zapatos, pues aquel hombre que lo confrontó, aunque no lo parezca, es también su hermano. Y porque, además, el número de aquel calzado es más bien la cantidad de botas que pisotearon un país, el millón de muertes y los más de cuatro millones de desplazados que produjo aquella guerra preventiva; el periodista que reprendió a Bush abanderó la decencia de esa gran familia que somos al exclamar: “¡Éste es por las viudas, los huérfanos y todos aquellos muertos en Irak!”
Puede que un par de zapatazos lanzados a Bush no pase de ser un acto de justicia poética o simbólica, como ha dicho más de un columnista de opinión, pero deja zumbando una verdad en el aire: cuando un puñado de naciones aliadas se rebajan a la altura de un zapato, en un par de ellos debe erigirse la dignidad del mundo.